La Constitución no protege las creencias religiosas o dogmas, creencias o símbolos de ese tipo. Por esta razón, el legislador sólo puede prohibir o controlar de alguna manera el delito en esos aspectos de la vida social. La única función del Estado en este ámbito es la libertad de creer o no creer y de actuar de acuerdo con su fe. Salvo en los casos de incitación al odio, violencia o discriminación por motivos religiosos, esta libertad permanece intacta a pesar del delito, por lo que los poderes públicos no tienen derecho a intervenir en el debate abierto sobre estos temas.
La ambición de un trato diferente, en comparación con el ejercicio de la libertad de expresión, emoción y creencia religiosa en relación con el merecimiento de cualquier otro tipo de sentimiento o creencia, se explica solo como un residuo insuficientemente reconocido del Estado confesional o del concepto de vida construida alrededor de la religión. Ambas posiciones son incompatibles con la disposición de nuestra Constitución de un Estado neutral ante los fenómenos religiosos y el respeto a la libertad humana.
Para sustentar esta tesis, este monográfico estudia la jurisprudencia de la Corte Europea de Derechos Humanos en la materia y su valor en nuestro ordenamiento jurídico; analiza cómo nuestra Corte Constitucional trata el tema (escasamente hasta ahora) y analiza críticamente los diversos argumentos que utiliza tanto y a través de la doctrina científica para justificar la existencia de la norma de sanciones por ese delito.